La presencia del Señor habita en
la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e
intentos cotidianos.
Cuando se vive en familia, allí es difícil fingir y
mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el Señor
reina allí con su gozo y su paz.
La espiritualidad del amor familiar está hecha
de miles de gestos reales y concretos.
En esa variedad de dones y de encuentros
que maduran la comunión, Dios tiene su morada.
Esa entrega asocia « a la vez lo
humano y lo divino»,369 porque está llena del amor de Dios.
En definitiva, la
espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el
amor divino.
Si la familia logra concentrarse
en Cristo, él unifica e ilumina toda la vida familiar. Los dolores y las
angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con él
permite sobrellevar los peores momentos.
En los días amargos de la familia hay
una unión con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura. Las familias
alcanzan poco a poco, « con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a través
de la vida matrimonial, participando también en el misterio de la cruz de
Cristo, que transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de amor».(La alegría del amor, 315. 317)
En este último Mes del año de
la misericordia, recordemos el deseo del Papa al iniciarlo y preguntémonos en
familia si hemos crecido en el amor.
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